Para muchos, la incompetencia y la corrupción marcan la
gestión kirchnerista, pero ésos no son sus rasgos distintivos. No es más
incompetente, por caso, de cuanto lo fue el gobierno de la Alianza, y la
corrupción fue, hace ya tiempo, la marca particular del menemismo. Lo que
parece caracterizar al gobierno actual, lo que parece introducir una
diferencia, un sello original, eso que lo hace distinto y singular, es la
mentira. El kirchnerismo ha hecho de la mentira un arte: miente las biografías
de sus líderes, miente las estadísticas públicas, miente en sus intenciones y
en sus hechos, en las obras inexistentes que inaugura dos veces, en las cifras
que dan cuenta de la pobreza y en el costo que tiene alimentarse siendo pobre.
El kirchnerismo, principalmente, miente.
La mentira nunca está ausente de la vida política. Pero en
una jerarquía de los vicios no ocupa el lugar principal: nadie espera de los
políticos una absoluta sinceridad pública. Es más: algunos pensadores, como
Hobbes o Mandeville, han incluso argumentado a favor de un cierto grado de
hipocresía. Judith Shklar, en su clásico libro sobre los Vicios ordinarios, reserva el peor lugar, el más infame, a la
crueldad, y señala que la hipocresía es inevitable en la política: la política
democrática sólo es posible, afirma, con algo de disimulo y pretensión.
Como alguien famosamente dijo: "Es difícil creerles a
dos millonarios que hablan de los pobres". Pero, aunque la hipocresía sea
sin dudas un rasgo prominente del discurso y de las prácticas kirchneristas, de
su permanente doble estándar, no es su característica principal. Así como la
sucesión permanente de mentiras es algo distinto que una gran mentira, la
sucesión interminable de conductas hipócritas no es una gran hipocresía. Es un
simulacro, y el simulacro, a diferencia de la mentira y de la hipocresía,
carece de toda conexión con la verdad, es indiferente a cómo son las cosas en
la realidad.
¿Por qué, entonces, un gobierno con semejante discurso
persuade a tanta gente para que lo vote? En tiempos en que las pertenencias
partidarias y las identidades ideológicas son frágiles, y en que las personas
actúan cada vez más como consumidores y menos como ciudadanos; en tiempos en
los que el abismo entre la riqueza privada y la pobreza de los bienes públicos
no deja de aumentar, en los que el voto se decide, mayoritariamente, por la
coyuntura de la economía, el simulacro sirve al poder como un almacén de
coartadas al que sus votantes acuden para elegir los argumentos que justifican
su elección.
Infinito repertorio de frases hechas y lugares comunes,
clasificados en grandes estanterías bajo nombres que resultan pomposos porque
han perdido su sentido -inclusión social, soberanía, poderes fácticos, modelo,
matriz productiva diversificada, derechos humanos, democratización de la
palabra, derechos de las minorías, democratización de la Justicia, proyecto
nacional-, el simulacro con el que el Gobierno ha sustituido lo real permite
disfrutar de los beneficios inmediatos del presente sin por ello sentir
traicionados los principios.
El simulacro produce votos para el Gobierno, al mismo tiempo
que crea una zona de confort para sus votantes. Zona de confort que se extiende
también a quienes no lo votan, porque, así como para muchos resulta cómodo
permanecer bajo la hueca burbuja de la retórica gubernamental, muchos otros
también hallan ventajas en colocar en el Gobierno la fuente de todo mal y de
toda desgracia. Las responsabilidades colectivas se desvanecen en la
autocomplacencia: el simulacro ha resultado exitoso para el Gobierno porque ha
resultado útil a la sociedad.
El simulacro kirchnerista es adecuado para una sociedad que
vive el presente sin querer enterarse de que lo hace consumiendo futuro. Pero
el éxito del simulacro anticipa el fin de lo social, porque el bullshit
corrompe las bases mismas de existencia de la sociedad: el idioma común.
Al haber destruido toda relación con la verdad y, más aún, con la realidad, ese
idioma está muerto. El simulacro es impune, porque su promesa no puede nunca
ser medida contra las evidencias de la realidad: las aguas en las que se hunde
el futuro de ciudadanos que están más allá de toda esperanza no tienen la
capacidad de ahogar el discurso vacío que produce el poder. Así, el simulacro
instala un presente perpetuo, un presente que cancela -muchas veces, de las que
hay tristes evidencias, de forma literal- toda promesa de porvenir. Continuar
viviendo bajo el simulacro es condenarse a no tener futuro.
Alejandro Katz
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