EL PAÍS SIN OLMEDO por Osvaldo Soriano
Cada vez que regreso al país espero encontrarme con malas
noticias. Es una sensación vaga, insistente, que se me instala al abordar el
avión. El lunes pasado, al volver de Italia, me encontré con que se había
muerto Alberto Olmedo. El taxista que me llevó de Ezeiza a la Boca estaba de un
humor sombrío y sólo habló para decirme que nuestras vidas ya no serían las
mismas sin el cómico de los viernes.
Tal vez no sea para tanto, pero algo de eso hay. Esta nueva
tristeza que se percibe en las calles se agrega a muchas otras, más tangibles,
de estos años olvidables. Es como si de golpe la gente se hubiera quedado
desamparada, sola en las gradas de un circo vacío.
¿Cómo ocurrió? Había tomado champán, dicen. Tal vez había
probado blanca para remontar la noche. Parece que jugaba. Vaya a saber a qué
jugaba el irresponsable cuando se salió del balcón: ¿a Tarzán que salta de
liana en liana? ¿Al Capitán Piluso? ¿Al Yéneral González? ¿O tal vez al marido
viejo, engañado y celoso?
Nunca se sabrá si estaba divirtiéndose antes de la última voltereta,
pero al fin y al cabo fue coherente con su vida despreocupada: matarse de esa
manera tiene algo de ridículo y desopilante, como todo lo suyo. Es un broche
maestro para alguien que mezclaba todos los roles de la existencia con un talento
inmenso.
Bruto, machista y grosero como era en la ficción (y tal vez
también afuera de ella, si es que hay un afuera), uno de sus personajes
postreros se llamaba Borges y no era casualidad. Otro, Rogelio Roldán, era el
homónimo de un empresario de pompas fúnebres, y fue ese amigo quien el domingo
pasado lo enterró de verdad.
Esta vez no apareció, como en 1976, aquel locutor oficial que
anunciaba una muerte apócrifa. Era real la caída, casi una parábola de la otra,
la de Alicia Muñiz, empujada por Carlos Monzón el mismo verano en la misma
ciudad de balcones funestos. Monzón y Olmedo eran amigos y de la misma estirpe
dudosa. Parece que uno se impresionó a su tiempo por lo del otro, pero sería
demasiado atrevido asociar amigos, amaneceres, desamparos y desatinos.
Olmedo no era un intelectual y se intimidaba con ellos. Nunca
hizo una buena película, ni siquiera deja una obra perdurable. Era tan simple y
fugaz como la memoria, o como una imagen de televisión. Tenía la codicia
exagerada de los que vienen de muy abajo y temen perderlo todo.
Le gustaban la noche, los amigos y el champán, como a Carlos
Gardel. A veces se entristecía y pensaba que tenía que hacer algo más que
dinero. Una noche de otoño pasado, luego de separarse de su mujer, me llamó a
las tres y media de la mañana, sin disculparse. Le parecía lo más natural la
hora, como me lo parece a mí. No nos conocíamos. O mejor dicho, él no se
acordaba que hace unos años, la única que vez que lo vi en persona, me había
pedido que le tirara unos tomatazos para cerrar un sketch en el que hacía -sin
éxito- el papel de un mal cómico.
Aquella madrugada me dijo que le había ido bien en Mar del
Plata, que había 'ganado unos pesitos' y quería interpretar al cónsul de A sus
pies rendido un león. Estaba dispuesto a producir la película, a hacer algo
digno, 'a pasar a otra cosa'. Le dije que ya había una coproducción en marcha y
que habíamos pensado en él para hacer a Faustino Bertoldi, pero no me creyó. Le
resultaba imposible imaginarse al lado de italianos y franceses de cartel
internacional. Al fin de cuentas él venía de provincias (llamaba 'pueblo' a
Rosario) y creía que era sólo un cómico de legua, un saltimbanqui de ocasión.
(...)
Es una pena que la televisión no guarde aquellas imágenes de los
años 60 y 70 que hoy todos -hasta los más jóvenes- creen haber visto. Las de
Piluso, el aventurero que hizo soñar a una generación que luego intentaría el
asalto al cielo; las de González, el general de pacotilla, inútil pero
impetuoso, que anticipaba al Galtieri de las Malvinas.
En algún momento comenzó a corromperse, igual que casi todos sus
compatriotas, y su arte se volvió vulgar, degradante, fascistoide. Perdió el
pelo, ganó mucho dinero y algunas mañas y repitió como letanías los instantes
soberbios en los que había cambiado las reglas de la televisión. Su humor de
bragueta le bastaba para hacernos reír. No buscaba la crítica, aunque a veces
lograba hacernos sentir todo lo bajo que habíamos caído.
Días pasados, un croto de Barracas, apesadumbrado, me dijo que
Olmedo 'salpicaba mierda', y creo que tenía razón: el doble lenguaje de la
política lo aplicaba al sexo reprimido, a la bestialidad de un tiempo que lo
obligó a resignar lo mejor de su talento por plata, mujeres y champán.
No tuvo oportunidad de hacer lo de Sordi, Coluche o Peter
Sellers. Ni siquiera lo de Cantinflas. Era tan bueno como ellos, pero vivía
aquí, con Romay, García, Goar Mestre y Carreras. Esa mediocridad era su pasión
argentina, su destino sudamericano.
Una mediocridad compartida, sin más exigencias ni otro juez que
las mediciones de audiencia. Y sin embargo, ¡qué grande era a veces! Qué justa
su réplica, qué cómplice su mirada, qué sutil su gesto grosero. Entraba en la
letrina y sacaba oro. No siempre, es cierto; pero nadie -salvo Fidel Pintos y
dicen que Florencio Parravicini- había llegado tan alto en la composición de
pobres criaturas sin destino.
Hace una semana que Olmedo es un pesar inconsolable para la
gente que se levanta el amanecer y viaja tres horas en colectivo. Para hombres
y mujeres que viven amontonados en una pieza y se alimentan con fideos y mate.
¿Qué hacer ahora que el vértigo de la figuración, la coca y la plata dulce se
lo tragaron para siempre?
Sin el gran Payaso, este país de incautos, melancólicos y
rufianes se queda a solas con sus pálidas. Cada uno de nosotros es un personaje
de Olmedo que, quizá sin saberlo, se ríe de sí mismo. Ahora que el otro saltó
por el balcón, descubrimos que, como su amigo Rogelio Roldán, el de los 170
australes, éramos tan pobres. Tan ilusos y trágicos.
* Publicada
en Página/12 el 13 de marzo de 1988.- El negro Olmedo fallece el 5 de marzo del
mismo año.
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